Sentado en el vagón me aburrí de la vida, y en mi hastío cerré los ojos. Elevé el mentón desganado y relajé el cuerpo, desafiando al azar, a la perra de la fortuna.
La luz fluorescente atravesó impúdica mis párpados y llenó mi cabeza de los recuerdos que hacen el hombre que soy. Aquellos recuerdos de verano entre las montañas, donde todo era verde de hierba y gris de piedra, y lo eterno flotaba entre risas infantiles. El calor de la lámpara era el sol en la cima de la montaña, y el regazo de mi tía, y la sopa de pollo.
Allí, en el vagón, creció mi tierra